Se le largó la tormenta cuando faltaban cincuenta metros para la puerta de su casa, y fue una tormenta fuerte que lo mojó bastante mientras hacía fuerza con el puño de apretar las llaves. Fue lindo llegar a su habitación silenciosa, prender la estufa eléctrica y desvestirse. Colgó la campera del picaporte y sus pantalones negros de la percha que cuelga de la biblioteca. El resto es ropa sucia.
Abrió un cuaderno con ganas de escribir, pero al abrirlo los pensamientos se le clavaron en el zumbido de una mosca. Fue lindo mirarla, perdida y equivocada, volar en círculos. Es el alma de la habitación este zumbido, pensó, es normal que me moleste. Abrió la ventana y la mosca se escapó.
Se quedó un rato mirando las páginas blancas hasta que los pensamientos se le clavaron en una chica imaginaria. Fue lindo empezar a escribirle una carta imaginaria de amor imaginario. Pero por la mitad del segundo párrafo dijo no, cómo le voy a escribir estas cosas tan intensas a esta chica tan leve. A esta chica tan leve no le tengo que escribir hoy, le tengo que escribir cuando me sienta más leve. Así que se imaginó otra chica imaginaria que sí se sabe divertir con esa urgencia melodramática y que no se burla de las exageraciones, y le escribió una carta de tres páginas (imaginándose que es un marinero de sesenta años) que nunca le escribiría a nadie que no sea imaginario. La vida es hermosa, pensó. La tormenta se convirtió en llovizna suave y le pareció buena idea salir a dar un paseo. Al rato llegó de nuevo a su habitación, con el pelo mojado y una botella de vino.
No se le pasaba por la cabeza la jornada laboral del día siguiente. Es de noche, estoy en silencio, pensó llenando el vaso. Se paró y caminó hasta el borde de la ventana, donde vive una planta de hojas rojizas. Le vio dos tallos nuevos y se puso contento. La acarició y le contó un par de cosas que se le ocurrió pensar a la tarde, en el tren. Miró el retrato con la cara de Stendhal en el escritorio. Debés pensar que estoy loco, Stendhal, dijo en voz alta.
Se tiró panza abajo en el suelo con una novela, pero no pudo empezar a leer porque los pensamientos se le clavaron en un recuerdo viejo y le dieron ganas de llorar. Fue lindo llorar un poco, limpiarse. Después de un rato dijo ya está, y puso una palabra en el cuaderno, después otra, y otras más, un montón de palabras, y el corazón se le fue tranquilizando. Tengo fe en que siempre que escriba una palabra después va a aparecer otra palabra, pensó, y en que es así como me voy a curar, pensó, y creo que no tengo fe en ninguna otra cosa, pensó. El vino se acabó y hay que salir a comprar otra botella.
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