lunes, 15 de septiembre de 2014
Hoy leí en un libro de psicología que el luto posterior a lo que me pasó hace seis meses debería durar un año. Estoy sentado adelante de la persona que más admiro que empieza a mirarme. Dije algo equivocado pero no voy a desdecirme. Hay una parte de mí que se confunde con una parte del mundo, y no es la que acierta. Entonces clavo la suela al suelo. Soy una tripa sentado delante de una mujer así. Le pregunto algo medio tonto y da una respuesta meritoria de una pregunta tonta: apurada, despreocupada, irresponsable, palabras que quieren cambiar de tema. Pero sigo el tema tonto: a propósito, a ver qué pasa. Sigue el tema tonto pero queriendo cambiar y yo insisto, porque sé que cuando se insiste en la tontería, cuando la conversación se acostumbra a la tontería, el bueno se vuelve malo. La tontería exige tal grado de ensimismamiento que deja caminar a las palabras al olvido y ahí, entre palabras que se olvidan rápido, encuentro la comodidad que destapa reflexiones o, casi, imaginaciones. Entonces clavo la suela al suelo. Mientras ella habla digo una palabra que quería empezar una frase larga, pero la corto por la mitad porque ella sigue hablando. Sigue hablando y empiezo la misma palabra pero de nuevo la callo al medio porque ella sigue hablando. Soy de esos de palabras que se hacen transparentes frente al ruido. Entonces clavo la suela al suelo. Pasan quinientas palabras más, casi todas ajenas, me deja su parte de la paga de las cervezas que tomamos y se va. La miro irse hasta que tuerzo el cuello por mirar al viejo sucio que me miraba desde atrás del vidrio que tuerce el cuello fingiendo no mirarme, y así me quedo, fingiendo no mirarla a ella ni a las piernas que se escapan de su vestido con flores. Clavo la palma en la mesa, hago fuerza para hundirla, pero la mesa es impenetrable. Casi cualquier cosa parece impenetrable si está cerca mío. Tengo 63 años y odio a los viejos. Antes de que esa mujer llegara en esa silla estuvo mi hermano. Con él no cerveza, café. Se jubiló hace seis años, era cirujano y escribió novelas, tres. No sabe estar callado. Cuando llegó yo ya llevaba en esa silla una hora. Nuestra manera de saludarnos no incluye ninguna de las ceremonias que se suelen realizar cuando dos hombres se ven, es más como un llegar ruidoso contra un ya estar silencioso y el mayor que empieza una frase larga, cargada de fealdad pero sin malas intenciones. Yo lo miro y escucho bastante, hasta lo quiero diría. Habla con su mirada arriba de mi cabeza o en mis manos llenas de manchas y canas. Lo bueno de estar callado es que te escapás de tener sentido, te da poder. No le dije eso a mi hermano cuando dijo que opina que por quedarme callado me pasó lo que me pasó. Tampoco debería haberlo hecho. Por quedarte callado me dijo, por no hablar, y siguió hablando, es el gran dotado en el arte de cambiar de tema pero siempre vuelve como vuelvo yo a hundir la suela en el suelo a decirme por quedarte callado, por no hablar. Esos ojos de huevo que tiene ponen el acento y después se va a otro tema sin acento y vuelve. A unos les gusta que yo no hable, a otros no, a él sí, pero dice que no. A las cinco él se va a ir y va a venir la persona a la que más admiro. Son las cuatro. El que habla todo el tiempo y el que se calla, una hora entera siendo lo mismo. Ahora quiere discutir y dice algo con lo que sabe que no puedo acordar. Me confundo y no sé qué hacer, por suerte el tiempo pasa y en mi cabeza, a falta de algo, reemplazo todo. Cada vez usa más frases hechas. Pasa esa hora, el familiar se va, la mujer llega, la mujer habla, después la mujer se va y yo me quedo solo.
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