lunes, 15 de septiembre de 2014

Dormí 17 horas. Como casi siempre, soñé que iba al campo y andaba a caballo (esta vez por arriba de agua, durante horas y horas y horas). Pero capaz por la cantidad de horas que dormí fue que también soñé que volvía. Y volvía sentado solo en el asiento de atrás de un auto viejo y rojo que manejaba (el volante estaba a la derecha, como en los autos ingleses) un señor con la cara muy dura, como siempre ofendido, que nunca hablaba. En la ruta, a la derecha del auto, había un pájaro de un color azul muy oscuro, casi negro, volando arriba de un lago de un color azul muy oscuro, casi negro. Yo en realidad lo veía negro pero sabía que es azul muy oscuro (soy daltónico) y cuando al final del sueño lo escribía todo contándoselo a alguien, le decía azul muy oscuro. Pero yo veía negro. En esos campos que atravesábamos vivían unos holandeses (en mi escrito quería poner australianos pero al final decía la verdad y ponía holandeses) que se habían venido a Argentina en la edad de piedra y mantenían las mismas costumbres y casi las mismas vestimentas que hace 7000 años. No los vi en ningún momento del sueño, pero ya sabía que era así. Ellos miraban al pájaro con devoción, como si fuera un dios. A la izquierda del auto empezó a volar otro pájaro igual. Entonces, como esos dos pájaros eran dos dioses, los agarré, los metí en un mortero, los molí, los mezclé con pimienta, los llevé a la cocina de mi abuela e hice una salsa riquísima a la que también puse nuez moscada, pimentón y muy poquito curry.

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