jueves, 26 de marzo de 2015

Los dos hombres terminaban de bajar el cajón al fondo del pozo (con sogas) y piden permiso para proceder a tapar con tierra el cajón que contiene el cuerpo de la petisa. El padre no deja pasar ni un segundo y dice adelante. Los dos hombres proceden, con palas, y la violencia de la tierra que cae y golpea me atornilla al suelo, a una verdad. Queda una montañita, en ese lugar (el día siguiente llovió, volví al lugar tres días después y ya casi no había montañita). De mi grupo de amigos soy el que está más adelante: cada tanto los busco con la mirada y después me arrepiento, me digo que a esto lo tengo que sentir solo, que es una emoción fuerte y de esas que se estiran muchos años, que nunca estuve tan solo, que compartir lo diluiría. Uno de los dos hombres habla: que el cementerio solamente reserva ese espacio y la cruz de madera con el nombre (Dione Ragendorfer), que cualquier agregado correrá a cuenta de la billetera de quien quiera hacerlo. Parece que explican las reglas de un juego. Nos vamos caminando en grupo y escuchamos, atrás, una cantante lírica. Hay un sol tremendo.

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