lunes, 10 de marzo de 2014

El movimiento de su aire estaba bien regulado. Una buena tarde, seguida por una buena noche. Una persona cerca, hablando a veces, casi incapaz de hacer el mal. Chanchos. La luz, el color, saben que pueden empezar a lamer. Así bajó otro día, en el centro de algo, no importa de qué.
  

Intentando que sus palabras pasen inadvertidas como el viento en la oreja o el movimiento de los pastos cuando un animal se esconde. Una parte desarrollaba la musculatura. Otra parte se interesaba nada más que en dejar crecer las fantasías. Ninguna ciencia, en un lugar como este, sirve para nada.

  
La novia duerme, el perro duerme, los chanchos duermen. Una noche así puede aturdir a las personas de a una. Copiar a las personas, de a una. Su madurar no excluye lo aprendido durante el día. Las bananas, oscurecidas y ablandadas por el sol, se van incluyendo en el madurar de la noche. Una película tranquila en todo el ventanal. Algo, de lejos, muge sin motivo.


Noche, telas, qué esconden, esconden a mamá, esconden a papá, a los tíos, a la cena que aturdía, al recuerdo de mascotas viejas. Noche, hilo, moho, qué madurez rápida, gracias por incluirme. Cielo azul, búho, maizal, una persona cerca.


No exagerar, pero estar disponible a la negrura. Piramidal, funesta, de la tierra. Paciencia y sacrificio, como podría aconsejarte cualquier mujer. Para construir el hilo de cualquier relato. Llega eso que precisa de más paciencia y sacrificio cuando se cuenta que cuando se vive, y ahí nace el río.


 Ahí nace la corriente, el ecosistema. Faltan un millón de horas y estoy en silencio.

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