Para nada fue culpa nuestra, que tan seducidos estábamos por una gran
cantidad de vaginas que hacían diferentes ruiditos a lo largo y a lo
ancho de la noche. Y no pudimos ver a la noche, gran vagina roja, cuando
nos pedía un gesto de amabilidad. Seguimos caminando por esa calle
mojada, drogados, gritones, peleadores. Hasta que nos chocamos la pared y
nos rompimos en pedacitos, ahora ya ni puedo reconocer cual pedacito es
mío y cual tuyo. Me quiero hacer un tatuaje con un gato
naranja que está sentado arriba de una yegua negra. No sé bien dónde,
todavía. Haber jugado de chico con un sauce llorón es bastante pelotudo.
Uno puede acostumbrarse a cualquier cosa, al canibalismo, por mediación
de las mujeres de la isla, todas un poco hechiceras. Se dice de una
tropa de alemanes que entraron en esa selva de lenguaje con espada,
armadura y casco. Cuando se toparon con las mujeres del lugar, al rato
ya, todos desnudos tocando tambores estaban, cantando giladas. Yo mismo,
parece, solamente escapándome de las frases con sentido me puedo
escapar del embrujo.
De un lado, una mujer hermosa, civilizada, con
un vestido que me encanta, el pelo recogido, maquillaje sutil, aros que
le hacen el cuello todavía más comestible. Por la postura de sus hombros
te das cuenta de que cojiendo es la hembra más puta de la isla.
Del
otro, un volcán. La tierra abierta, tajeada, chorreando sexo, despierta
y destripada, desesperada por chupar a todos los espíritus de la isla.
No sé elegir.