miércoles, 8 de junio de 2016

Para nada fue culpa nuestra, que tan seducidos estábamos por una gran cantidad de vaginas que hacían diferentes ruiditos a lo largo y a lo ancho de la noche. Y no pudimos ver a la noche, gran vagina roja, cuando nos pedía un gesto de amabilidad. Seguimos caminando por esa calle mojada, drogados, gritones, peleadores. Hasta que nos chocamos la pared y nos rompimos en pedacitos, ahora ya ni puedo reconocer cual pedacito es mío y cual tuyo. Me quiero hacer un tatuaje con un gato naranja que está sentado arriba de una yegua negra. No sé bien dónde, todavía. Haber jugado de chico con un sauce llorón es bastante pelotudo. Uno puede acostumbrarse a cualquier cosa, al canibalismo, por mediación de las mujeres de la isla, todas un poco hechiceras. Se dice de una tropa de alemanes que entraron en esa selva de lenguaje con espada, armadura y casco. Cuando se toparon con las mujeres del lugar, al rato ya, todos desnudos tocando tambores estaban, cantando giladas. Yo mismo, parece, solamente escapándome de las frases con sentido me puedo escapar del embrujo.
De un lado, una mujer hermosa, civilizada, con un vestido que me encanta, el pelo recogido, maquillaje sutil, aros que le hacen el cuello todavía más comestible. Por la postura de sus hombros te das cuenta de que cojiendo es la hembra más puta de la isla.
Del otro, un volcán. La tierra abierta, tajeada, chorreando sexo, despierta y destripada, desesperada por chupar a todos los espíritus de la isla.
No sé elegir.